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PARTICIPAN: ***MARTA ASENSIO. ***CONSUELO BARTOLOMÉ. ***LOLA BOSCH. ***MAGDALENA ESTELRICH. JOSÉ LUIS FORTUÑO. ***IVETTE GRIERA. ***ENCARNA LEIVA. ***CRISTINA MARTINEZ. ***YUDITH MARTIÑEZ. ***ELIZABETH SHAUPP. ***DOLORES MIGUEL. ***ANA MORENO PUEYO. ***CHARI PORTERO RONDA.

UN VIAJE A CUALQUIER LUGAR. JAVIER GARCERÁ.

Un viaje a cualquier lugar

En unos días estaré en Nueva York. Es la primera vez que voy a visitar esa ciudad y, sin embargo, tengo la sensación de que voy a encontrarme con un espacio familiar. Este texto no tiene otra intención que la de suscitar una reflexión sobre la necesidad del viaje y el sentido que éste puede tener para el artista contemporáneo.
Basta realizar una mínima búsqueda en Internet para poseer, en pocos segundos, una cantidad inabarcable de información visual y escrita sobre cualquier territorio deseado. Y no solamente Internet; la televisión, los suplementos de diarios, la publicidad, entre otros, llegan casi de forma inevitable a nuestras casas con información sobre cualquier parte del mundo. Pocas geografías quedan ya por mostrar; pocos paisajes se han escapado de la escenificación de los medios de masas; pocas sorpresas se pueden esperar después de que el mercado de la cultura, el ocio y el turismo haya adquirido la dimensión que en la sociedad occidental globalizada ha conseguido tener. Ya no es necesario desplazarse a ningún lugar para ser fácilmente un buen conocedor de ese país nunca visitado.
Si la práctica del viaje se ha convertido en un hecho socialmente frecuente en el mismo momento en que la difusión cultural ha aumentado exponencialmente, cabría pensar que la motivación y el motor que arrastra a dicha experiencia no coincide exactamente con el deseo de información. Es posible conocer Nueva York sin haber salido de casa; sin embargo, ese saber, por completo que sea, no anula el deseo de viajar. ¿Cuál será entonces el motor de ese deseo?, ¿cuál el motivo por el que el individuo contemporáneo se siente cada vez más atraído por el viaje?
La modernidad llevaba implícita una ideología de internacionalismo intelectual y cultural que respondía a un posicionamiento subversivo respecto de la cultura heredada. Un proyecto que se fijaba en la internacionalidad no podía más que generar un arte de gran cosmopolitismo. El movimiento de los artistas y las contaminaciones interculturales fueron consecuencia tanto de una voluntaria búsqueda a través del viaje y la expatriación, como de los forzados exilios que imponían los desórdenes políticos. Podemos pensar en las migraciones de intelectuales y artistas que provocaron las dos Guerras Mundiales o la misma Guerra Civil española.
Gauguin es un buen ejemplo del artista que se evade de una sociedad que le parece irremediablemente perdida para encontrar, fuera de ella, una felicidad no contaminada e inocente. Su evasión se da en dos direcciones consecutivas: la primera hacia el mito de la espiritualidad popular, acudiendo a la Bretaña, la región más elemental, más rica en leyendas y menos tocada por la civilización moderna; la segunda, siguiendo el mito del primitivo, del salvaje libre que no sufre las presiones de una sociedad que se ha vuelto insoportable. Gauguin señala a la cultura occidental heredada como la causa del malestar del hombre moderno y busca esa naturaleza incontaminada que parece encontrar en territorios lejanos y desconocidos. Los viajes de Kandinsky al norte de África, Nolde a los mares del Sur y al Japón, Pechstein a las Islas Palaos, a China y a la India, Segall a Brasil y Klee y Macke a Túnez se basarían en motivaciones similares.
Pero había sido en el siglo XIX, tras los descubrimientos arqueológicos encontrados en el sur de Italia, cuando el viaje había comenzado a tomar protagonismo. La valoración de la historia y de la ruina iba a fomentar la organización de numerosas expediciones de artistas e intelectuales que se acercaban desde el norte hacia el sur del continente para beber de las verdaderas fuentes del clasicismo. El artista entendía como necesaria la realización de un largo viaje que, personal y artísticamente, significara una experiencia enriquecedora.
Sin embargo, este nomadismo artístico no se plantearía únicamente desde el punto de vista del conocimiento. La práctica del viaje debía, ante todo, plantearse por el artista como una experiencia catártica: el verdadero viajero romántico era un auténtico nómada espiritual en busca de sí mismo. Al margen de que el creador rechazara por definición la sociedad acomodaticia que le rodeaba y necesitara encontrar geografías inhóspitas en las que calmar su desazón, la verdadera justificación del viaje vendría de la necesidad de aprehender la más honda de las experiencias. Dos direcciones opuestas iban a convivir en el mismo viaje: el artista viajaba hacia fuera, hacia el territorio desconocido, para reconocer una fisura propia que le permitiría verse hacia adentro. El reconocimiento simultáneo de ambos paisajes le permitiría descubrir su yo más profundo.
Tanto los románticos como los creadores modernos buscaban en el viaje algo más que el estudio y la ampliación de información. En todos los casos el viaje se justificaba por razones mucho más esenciales que situaban la experiencia personal como principal objeto de conocimiento. El motor del viaje no era sino el deseo de completar un estado percibido como carente y la necesidad de abrazar otros territorios que suplieran tales carencias. El encuentro con un mundo extraño se convertía en el encuentro consigo mismo. El creador, en medio de la soledad de alta mar o perdido en un profundo bosque, atrapado y añorando la lejanía, engendraba para sí mismo el nuevo mundo que más tarde daría lugar a la obra. Sería “la pérdida de la patria mítica, del seno materno mítico” la que generaría, según Nietzsche, el enorme apetito que la modernidad mostraba por conocer otras culturas.
Pero, ¿es hoy también ese sentimiento de falta el que sigue alimentando el deseo de visitar lo ajeno, lo desconocido? ¿Sigue siendo ésta la causa de la avidez del hombre contemporáneo por el viaje?
Poco tiene que ver la naturaleza de aquel viaje movido por la conciencia de la pérdida con el diseño estereotipado de viaje que el mercado de masas ofrece habitualmente. Pocas posibilidades le dejan al usuario para descubrir lo desconocido y aún menos espacios físicos que permitan vivir aquella experiencia íntima y catártica que justificaba la experiencia del antiguo viajero.
Sin embargo, en el contexto de la posmodernidad el mismo concepto de eclecticismo llevaría implícita la idea de movilidad. El citacionismo o el nomadismo no pretenden más que construir un mundo a partir de mundos incluso contradictorios (las pinturas de David Salle son una ilustración de ello). Sin embargo, no habría mejor ejemplo de movilidad entendida como elemento creativo que la propuesta de Joseph Beuys. Su obra deja de generarse en la soledad del estudio para surgir a través del encuentro y del viaje. Cualquiera de sus acciones nos podría servir de ejemplo, pero recordemos por su claridad la acción Coconut y Coco de Mer, que exigió el desplazamiento del artista a las islas Seychelles.





El viaje del artista y el encuentro con la cultura autóctona serían el auténtico motor creativo.
No es difícil identificar en determinadas propuestas del arte contemporáneo un hilo conductor que conectaría con las ideas que soportaban el viaje romántico y con los ecos que de éste se identifican en la filosofía de Joseph Beuys. La utilización de la intervención real en el espacio a visitar, el concepto de obra como proceso, la autobiografía como soporte y la utilización de la fotografía como documento son estrategias creativas que han exigido el uso del desplazamiento y la revalorización del viaje como medio artístico.



Aunque en estas breves líneas no es posible realizar un estudio exhaustivo de esta cuestión, pondremos algunos ejemplos que ilustran lo aquí dicho.
Gabriel Orozco realiza unas piezas cerámicas y viaja con ellas a Tombuctú para fotografiarlas en el desierto sobre una especie de mesas que emulan a puestos de un mercado abandonado, superado por la naturaleza. La documentación obtenida en el viaje se presenta en la exposición. Esos objetos descontextualizados crean una situación desconcertante que contamina al sujeto que lo observa de una sensación de extrañeza.
Marina Abramovic viaja a los pies del Estrómboli para grabar un vídeo en el que la artista aparece dormida a los pies del volcán activo en una situación que podría ser peligrosa. Su cuerpo, en un escenario ajeno y amenazante, produce nuevamente en el espectador una situación inquietante.
Sophie Calle persigue a un personaje elegido al azar con el fin de fotografiarlo y crear una obra que muestre el viaje realizado por ambos a través del destino de ese desconocido. La voluntaria anulación de toda decisión personal coincide con el deseo del descubrimiento del otro y con la entrega total a la experiencia del viaje. Y de nuevo, esas imágenes que a primera vista podrían carecer de interés, recobran todo su sentido implicando al espectador en un proceso de identificación e intriga.
Hiroshi Sugimoto viaja por distintos continentes para realizar fotografías de mares. El encuadre de las fotografías es siempre muy parecido. Una única línea de horizonte que separa la zona del cielo y del mar. Las diferencias entre los distintos mares son muchas veces imperceptibles. “Para tener conciencia de uno mismo hay que separarse del mundo. Al dar nombre a las cosas que te rodean –el mar, el aire, etc.– te separas del mundo.” A través de estas obras el artista se pone voluntariamente frente al mundo, quiere separarse para ser individuo y genera para ello una ruptura entre él y la realidad que lo rodea. Legitimando la soledad del individuo frente al mundo, participa de la dimensión que Heidegger otorgaría al poeta: “Cuando el poeta queda consigo mismo en la suprema soledad de su destino, entonces elabora la verdad como representante verdadero de su pueblo.”
Por último, los Paraísos de Thomas Struth no son transitables. El artista viaja a la selva y fotografía fragmentos espesos de foresta a los que le es imposible acceder. El artista nos muestra la imposibilidad del acceso al interior del espacio paradisíaco. La jungla contradice la antigua imagen del paraíso como jardín bien cuidado, acogedor y apacible para ser sustituido por una imagen de un paraíso cerrado, ajeno y peligroso para el hombre. Es la naturaleza no domesticada la que en la fotografía aparece como una inmensa red tupida de texturas y accesos impracticables. Frente a esa naturaleza vigorosa e inaccesible, el hombre no puede sentirse más que expulsado, como un extraño, fuera del paraíso.



Thomas Struth. Paradise.


El término freudiano unheimlich ha sido a veces traducido por inquietante extrañeza. Según Freud, la inquietante extrañeza surgía a través de un trastorno de los sentidos que podía afectar al sujeto en un momento determinado y que provocaba que lo íntimo, lo confortable, lo tranquilo, todo aquello que marcaba una cierta intimidad familiar y conocida en el universo subjetivo, acabara por significar y percibirse como lo contrario, como lo oculto, como lo angustioso, como lo espectral, como lo zozobrantemente desconocido. El autor afirmaría que unheimlich es “ese tipo de espanto que se siente frente a las cosas conocidas desde hace tiempo, las más familiares, (…) cuando vemos en ellas el lado espectral que tiene toda cosa”.
¿Qué habría de esto en las experiencias creativas de los artistas contemporáneos mencionadas más arriba? ¿No parece existir una pérdida de familiaridad y extrañeza respecto al mundo cotidiano en el que éstos intervienen? ¿No se advierte en todas las propuestas mencionadas una actitud que seguiría la senda de la pérdida del “seno materno mítico” anunciada por Nietzsche? ¿Es la utilización del viaje entendido como experiencia creativa un último intento de suturar la herida de esa pérdida? ¿No sería la misma creación artística un auténtico viaje dirigido a la construcción de otros mundos en los que ampararse?
Probablemente no tengamos respuestas decisivas a todas estas preguntas. Pero si las breves anotaciones sobre las obras contemporáneas aquí apuntadas tienen su sentido, y si seguimos creyendo que el arte es fruto de la inquietud subjetiva de un determinado individuo que vive un momento histórico concreto, podríamos sospechar que existe una relación estrecha entre ese sentimiento de insatisfacción, de falta y extrañeza que hemos determinado y la propia experiencia del viaje. Si esto fuera así, habríamos identificado el verdadero motor del viajero; habríamos admitido su inevitabilidad y, por lo tanto, no podríamos más que concluir aceptando lo que Pirandello ya nos anunciara: que como sujetos, no nos aguardará otro destino que ser “un viajero sin hogar, un pájaro sin nido”.
Javier Garcerá